lunes, 22 de enero de 2018

Cuando dejamos de jugar


Picasso solía decir que aprender a pintar como los pintores del renacimiento le había llevado cuatro años. Sin embargo, para pintar como los niños había necesitado toda una vida.

Una opinión que es a la vez una firme declaración de principios.

No es extraño que la obra de un gran número de creadores tenga una insalvable deuda con esta primera etapa en el desarrollo de los seres humanos, la infancia; porque en muchos sentidos, al fin y al cabo, el proceso creativo lo que busca es conectar, meternos de nuevo en la piel de aquel niño que fuimos. Cuando por casualidad, mientras observo a la gente, me topo con un niño que juega solo, viviendo con genuinidad el universo que ha creado, abstraído por completo de ese otro mundo que lo rodea, pienso inevitablemente en los creadores y desde luego en el proceso creativo.

De esta manera me atrevería a concluir que quizá los únicos que en nuestros tiempos conservan un auténtico sentido lúdico de la vida sean los niños y los creadores. El resto de mortales, con contadas excepciones, podría afirmarse que ha dejado de jugar.

Este tema tan atractivo, complejo y no exento de polémica lo aborda el escritor Edgar Borges en su nueva novela, “La niña del salto” (Ediciones Carena, 2018). Antonia, la protagonista de la historia que nos narra, es una mujer que ha renunciado a jugar, a entender la vida con ese sentido lúdico con el que la conciben niños y creadores. Ella misma ha decido levantar los gruesos muros dentro de los cuales habita junto a un hombre que la violenta y humilla. Aunque más allá de esos muros tampoco hay grandes esperanzas para Antonia: más allá solo existe un pueblo gris y aburrido conformado por gente gris y aburrida. La única ilusión que le permite respirar y seguir adelante a la protagonista es su pequeña hija, una niña que en lugar de andar salta, de allí el título de la obra. Pero un buen día llega al pueblo un grupo de extranjeros cuyo objetivo es organizar una serie de recitales de poesía y Antonia, de pronto, siente que vuelve a conectar con la niña que fue. No obstante, ha pasado tal vez demasiado tiempo expuesta a una realidad que la ha limitado y atrofiado espiritualmente que, en un principio, siente miedo y prefiere esquivar a esos extranjeros —que en ocasiones se hacen llamar a sí mismos simuladores— con el fin de continuar inmersa en la rutina. Antonia no será la única que se perciba amenazada por estos personajes y el pueblo vivirá una pequeña revolución.

Con “La niña del salto” Borges nos invita a sumergirnos de nuevo en su particular universo literario, con esas frases poderosas y llenas de ingenio que retumban en nuestra cabeza como si en su interior acabara de romperse un rack de billar: “Cuando él la atormentaba o la buscaba para penetrarla, ella le soltaba algún verso como si se tratara de un rezo que la fuera a liberar de un exorcismo. El hombre, formado contrario a las metáforas, se quedaba atónito, sin comprender la intención de semejante defensa”.

Y es que la poesía ocupa un sitial especial en esta novela: es una suerte de fluido atemporal que funciona como catarsis a lo largo de la narración.

Durante una entrevista que le concediera a Christian Zervos en 1935, Picasso hablaba de la falsedad en los cánones de belleza que había impuesto la academia y que de alguna manera el malagueño rompería para siempre con innumerables pinturas, entre ellas, Guernica o Les demoiselles d’Avignon. En este sentido me arriesgaría a decir que “La niña del salto” es una novela de una belleza inquietante y perturbadora, una belleza que duele, horroriza y conmociona al mismo tiempo, una belleza que seguramente descolocará a muchos de sus lectores.

Pero desde que en el siglo pasado Picasso cambiara la historia del arte, la belleza dejó de ser lo que era.