Picasso
solía decir que aprender a pintar como los pintores del renacimiento le había
llevado cuatro años. Sin embargo, para pintar como los niños había necesitado
toda una vida.
Una opinión
que es a la vez una firme declaración de principios.
No es
extraño que la obra de un gran número de creadores tenga una insalvable deuda
con esta primera etapa en el desarrollo de los seres humanos, la infancia; porque en muchos sentidos, al fin y al cabo, el proceso creativo lo que busca es
conectar, meternos de nuevo en la piel de aquel niño que fuimos. Cuando por
casualidad, mientras observo a la gente, me topo con un niño que juega solo, viviendo
con genuinidad el universo que ha
creado, abstraído por completo de ese otro mundo que lo rodea, pienso
inevitablemente en los creadores y desde luego en el proceso creativo.
De esta
manera me atrevería a concluir que quizá los únicos que en nuestros tiempos
conservan un auténtico sentido lúdico de la vida sean los niños y los creadores.
El resto de mortales, con contadas excepciones, podría afirmarse que ha dejado
de jugar.
Este tema
tan atractivo, complejo y no exento de polémica lo aborda el escritor Edgar
Borges en su nueva novela, “La niña del salto” (Ediciones Carena, 2018).
Antonia, la protagonista de la historia que nos narra, es una mujer que ha
renunciado a jugar, a entender la vida con ese sentido lúdico con el que la
conciben niños y creadores. Ella misma ha decido levantar los gruesos muros
dentro de los cuales habita junto a un hombre que la violenta y humilla. Aunque más
allá de esos muros tampoco hay grandes esperanzas para Antonia: más allá solo
existe un pueblo gris y aburrido conformado por gente gris y aburrida. La única
ilusión que le permite respirar y seguir adelante a la protagonista es su
pequeña hija, una niña que en lugar de andar salta, de allí el título de la
obra. Pero un buen día llega al pueblo un grupo de extranjeros cuyo objetivo es
organizar una serie de recitales de poesía y Antonia, de pronto, siente que vuelve
a conectar con la niña que fue. No obstante, ha pasado tal vez demasiado tiempo
expuesta a una realidad que la ha limitado y atrofiado espiritualmente que, en
un principio, siente miedo y prefiere esquivar a esos extranjeros —que en
ocasiones se hacen llamar a sí mismos simuladores— con el fin de continuar
inmersa en la rutina. Antonia no será la única que se perciba amenazada por
estos personajes y el pueblo vivirá una pequeña revolución.
Con “La niña
del salto” Borges nos invita a sumergirnos de nuevo en su particular universo
literario, con esas frases poderosas y llenas de ingenio que retumban en
nuestra cabeza como si en su interior acabara de romperse un rack de billar: “Cuando él la
atormentaba o la buscaba para penetrarla, ella le soltaba algún verso como si
se tratara de un rezo que la fuera a liberar de un exorcismo. El hombre,
formado contrario a las metáforas, se quedaba atónito, sin comprender la
intención de semejante defensa”.
Y es que la
poesía ocupa un sitial especial en esta novela: es una suerte de fluido
atemporal que funciona como catarsis a lo largo de la narración.
Durante una
entrevista que le concediera a Christian Zervos en 1935, Picasso hablaba de la
falsedad en los cánones de belleza que había impuesto la academia y que de
alguna manera el malagueño rompería para siempre con innumerables pinturas, entre
ellas, Guernica o Les demoiselles d’Avignon. En este
sentido me arriesgaría a decir que “La niña del salto” es una novela de una
belleza inquietante y perturbadora, una belleza que duele, horroriza y
conmociona al mismo tiempo, una belleza que seguramente descolocará a muchos de sus lectores.
Pero desde que en el siglo pasado Picasso cambiara la historia del arte, la belleza dejó de ser lo que era.