Con su
última película, Coco, la gente de
Pixar lo ha vuelto a hacer. Ingeniosa, mágica entretenida, hermosa. Aunque he
de confesar que tras disfrutar de la extraordinaria Inside Out me acerqué a la sala de cine con ciertas reservas.
Pensaba que luego de este largometraje pasaría muchísimo tiempo sin ver algo
que al menos se le acercara, que se le equiparara, algo al menos similar
cocinado en estos estudios cuyas producciones suelo seguir desde que en 1995 debutaron con Toy Story. Pero sucede que
apenas dos años después de Inside Out
vienen y estrenan Coco y yo he alucinado
en colores.
De veras. Me
han dejado sin aliento.
Antes de
continuar debo hacer otra confesión: soy un gran admirador y enamorado de la
cultura mexicana; crecí viendo las películas de la época de oro de su cine, en
la que estrellas como Pedro Infante, Jorge Negrete, María Félix, Tin Tan y
Cantinflas brillaban con una luz cegadora; las rancheras y el bolero mexicano
forman parte de la banda sonora de mi vida y el gusto por cantantes como Pedro
Infante y Javier Solís lo heredé de mis padres. En cuanto a mi amor por la
literatura mexicana, ya he hablado de ello en otras ocasiones.
Incluso, para
mí, lo más interesante en la carrera cinematográfica de Luis Buñuel lo encuentro
justamente en su etapa mexicana.
Y no solo
digo esto para que se entienda mi entusiasmo por Coco, sino para que también se entienda el riesgo que corrió Pixar desde el inicio al abordar el proyecto de esta película. Al tratarse de una historia
profundamente mexicana, que bebe de su folklor y de sus tradiciones más
arraigadas, parte del equipo que trabajó en Coco,
según he leído, se gastó más de seis años investigando, indagando en las
costumbres de este país con el fin de intentar ser lo más fiel posible al relato de Miguel Rivera y de su numerosa familia que abarca cinco
generaciones.
A través de
dos vertientes que en principio lucen contrapuestas —la familia y la
fascinación de un niño por la música—, Lee Unkrich (director) y Adrián Molina
(codirector y guionista) nos invitan a deslizarnos por un relato que exuda
pasado, colorido, emoción y encanto. ¿Y qué
otra ambientación habrían podido haber elegido Unkrich y Molina para relatar la
historia de Miguel y de su familia sino la de las fiestas más populares y
conocidas a escala mundial del país latinoamericano: el Día de los Muertos? Y
es que para los mexicanos la muerte no suele tener el mismo significado que
tiene para el resto de mortales del planeta. Cómo si no se explica que tengan una
fiesta en la que a los muertos se les recuerda y honra de una manera alegre y llena de
colorido y que encima se extienda a lo largo de tres días. Durante esta
festividad la gente se lanza a las calles que se llenan de luces, música y
algarabía, de preciosos altares adornados con flores especiales de Cempasúchil
y es normal comer calaveras de dulce y el famoso “pan de muerto”, un delicioso
pan elaborado con anís y naranja.
Gran parte de
este espíritu alegre y festivo puede apreciarse en la película, pero el
espectador también se topará con esa clase de momentos conmovedores a los que las
producciones de Pixar nos tienen acostumbrados.
La música,
los colores y las luces no siempre están reñidos con aquellos sentimientos más cercanos
a la aflicción y la pesadumbre. La vida la componen tanto alegrías como
tristezas. Y de ambas cosas saben mucho los mexicanos.