jueves, 23 de noviembre de 2017

Uniformados


Comencé a ejercer mi profesión de ingeniero en informática en mayo de 1992, poco antes de que se celebrara el acto oficial de graduación de la institución en la que había cursado estudios, la Universidad Centroccidental Lisandro Alvarado (UCLA) de Barquisimeto.

Sin embargo, debo aclarar que había transcurrido ya casi seis meses desde el fin del semestre y de la entrega de notas y certificaciones que nos acreditaban como flamantes ingenieros de la República de Venezuela. Con aquella documentación en mano, un nutrido grupo de graduandos de la XV promoción de Ingenieros en Informática de la UCLA enseguida empezamos a buscar trabajo. En un principio, entusiastas, ávidos y deseosos de ser fichados por una gran empresa, no pocos nos dejamos seducir por los cantos de sirena de ciertos headhunter.

¡Cuánta ingenuidad había detrás de aquellas posturas de seguridad y de orgullo mal medido que muchos transmitíamos por entonces!

Tras diversos intentos fallidos, incluido un viaje a Puerto Ordaz donde me entrevistaron en una de las empresas del aluminio, por cierto, de las más apetecidas por los recién egresados —me gustaría dejar dos cosas claras respecto a este viaje: que el headhunter cubrió todos los gastos de traslado y que era la primera vez que subía a un avión—, por fin recalé en una compañía de la región: un fabricante y distribuidor de bebidas alcohólicas. Allí, durante los siguientes diez años, haría carrera. Pero pudo no haber sido así.

Intentaré explicarlo a continuación de la mejor manera posible.

Un año después de mi ingreso, aproximadamente, al departamento de recursos humanos se le ocurrió uniformar a todos los empleados. Bueno, a los empleados “rasos”, quise decir, puesto que los niveles medios y altos (jefes de unidad, gerentes y directores) estaban exentos de cumplir con aquella nueva normativa. En cambio para el resto de los mortales era obligatorio llevar el uniforme. Por supuesto las reacciones no se hicieron esperar y fueron variadas y contradictorias. Desde los que estaban encantados con la iniciativa (la mayoría), los que les daba igual (un porcentaje nada despreciable) y los indignados (la minoría) entre los que naturalmente me encontraba yo. ¿Que a qué se debía mi indignación? Pues al sencillo hecho que nunca he sido partidario de abrazar símbolos gregarios: siempre que puedo evito vestirme con colores, banderas o estandartes que se asocien o identifiquen con determinado grupo humano. Sea cuál sea. Quizá la excepción la represente las camisetas alusivas a bandas de rock, y la verdad es que tampoco, ahora que lo pienso, es que las haya usado muy a menudo a lo largo de mi vida. Aunque me encantaba lo que estaba haciendo, el ambiente que se respiraba en la planta y sobre todo la relación de camaradería con mis compañeros de trabajo, era tanta mi indignación que decidí hablar con mi supervisor directo y presentarle mi dimisión. Ya lo sé. Visto así, a la distancia, pareciera una pataleta de niño malcriado. Supongo que de esta manera lo vieron en aquel entonces muchos de los involucrados. En mi descarga diré que en aquellos tiempos contaba con veinte y pocos años y solía tomarme ciertas cosas muy a pecho.

El asunto escaló niveles como la espuma y el mismo día en que hablé con mi superior inmediato, el gerente de sistemas me telefoneó desde Caracas —donde lo habían puesto al frente del proyecto de implementación del nuevo software de distribución y logística que daría soporte a todas las filiales de la compañía a escala nacional— y tuvimos una larguísima conversación. Al día siguiente fue el director general de la planta que me pidió que me acercara hasta su despacho. Todos me hablaron más o menos sobre lo mismo: de mi potencial, del futuro, de mi oportunidad de hacer carrera en la empresa... Sin quererlo, armé un lío que acabó desbordándome y ante el cual al final tuve que doblar las rodillas y transigir. Con el paso de los días Recursos Humanos pareció también ceder un poco en su férrea postura —quien no llevara uniforme no se le permitía el acceso a la planta y desde luego se le descontaba el día de paga— y permitió que al menos los viernes los empleados fueran vestidos como quisieran.

Los viernes. Los sagrados viernes.

Con el paso del tiempo me fui a Caracas a trabajar bajo las órdenes de nuestro gerente de sistema en la implementación del nuevo software de distribución y logística y ya no volví a la planta más que de visita o a realizar algún que otro trabajo puntual.

En fin, que luego de aquel jaleo acabé usando el uniforme solo unos meses y en cambio hice carrera en la empresa durante más de diez años.

No obstante, nada de esto ha menguado mi reticencia a llevar uniforme. Cualquier uniforme. Al día de hoy lo pienso y todavía me sigue produciendo la misma indignación.