En circunstancias extremas, como lo es sin duda una guerra, los
seres humanos solemos sacar a relucir tanto lo peor como lo mejor que hay en
nosotros.
Poseemos la capacidad de crear complejos y eficientes sistemas de
exterminio masivo tanto como la sensibilidad de conmovernos ante un cuadro de
Chagall, Picasso o Degas.
Decía Viktor Frankl que las personas pueden conservar un vestigio de
la libertad espiritual, de independencia mental, incluso en los momentos más terribles,
de tensión psíquica y física. Y para explicarlo traía a cuento una
anécdota de cuando fue prisionero de varios campos de concentración entre los
años 1942 y 1945: “Los que estuvimos en campos de concentración recordamos a
los hombres que iban de barracón en barracón consolando a los demás, dándoles
el último trozo de pan que les quedaba. Puede que fueran pocos en número, pero
ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo
una cosa: la última de las libertades humanas —la elección de la actitud
personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su propio camino”.
Creo que en esto último, en un espíritu singular de solidaridad, enfoca
su lente Dunkerque, la más reciente
película del cineasta británico Christopher Nolan.
A través de varias historias, tanto de soldados como de civiles, Nolan
nos cuenta su versión particular del caos y la anarquía que vivieron miles de personas durante
la llamada Operación Dinamo, la operación de evacuación de las tropas aliadas
de territorio francés, donde habían sido arrinconadas por el avance del
ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial en mayo de 1940. Contra todo
pronóstico, dicha operación permitió rescatar a más de trecientos mil soldados
entre británicos, franceses y belgas. La situación era tan crítica y compleja
que, posteriormente, tras la exitosa evacuación, Churchill dijo que había sido
un verdadero milagro, por tal motivo a la operación también se la conoce como “El
milagro de Dunkerque".
Los relatos que acomete Nolan en su film son siempre historias de gente anónima, del montón, sin ningún
don ni talento especial.
Están por ejemplo las historias de Tommy y Gibson (interpretados
por los actores Fionn Whitehead y Aneurin Barnard, respectivamente), dos
soldados rasos que intentan salir a como dé lugar de aquel infierno; o las del
señor Downson (Mark Rylance) y Peter (Tom Glynn-Carney), un marinero civil y su
hijo adolescente que acuden al llamado de rescate que han hecho las autoridades británicas a propietarios de cualquier tipo de embarcación que pueda cruzar el Canal de la
Mancha; o las de Farrier (Tom Hardy) y Collins (Jack Lowden), dos pilotos de la
Real Fuerza Aérea Británica que intentan derribar el mayor número posible de
cazas alemanes que sobrevuelan y atacan a cualquier cosa que se mueva en el mar o
las playas de Dunkerque.
De principio a fin, la narración de estas historias posee un ritmo vertiginoso
y frenético. Nolan no da respiro al espectador. Nos mantiene aferrados a
nuestras butacas con una sensación de tensión y desasosiego únicas. Y para
conseguirlo, ha dado preferencia a la imagen sobre la palabra, de tal modo que
los diálogos son escasos, los justos requeridos. La música, compuesta por Hans
Zimmer, es otro factor que contribuye en gran medida a reforzar ese ritmo
implacable que hay en Dunkerque.
Una sorprendente película que se convertirá en referente del cine
bélico.