miércoles, 7 de diciembre de 2016

Sobre los hacedores de libros


Hubo una época en que algunos editores de libros se involucraban tanto en su trabajo que en ocasiones parecían extralimitarse en sus atribuciones. ¿O acaso extralimitarse en sus atribuciones les estaba también permitido en función de que el producto que llegara a manos de los lectores fuera el mejor posible?

Y en lo que se refiere a este producto, a las obras ya publicadas, ¿eran mejores o definitivamente diferentes a las que sus autores habían concebido en un principio? Y en cuanto a los autores, ¿qué opinaban de aquel producto final?

Aquí cabría mencionar, como ejemplo, la polémica surgida a finales de la década de los noventa alrededor de la obra de Raymond Carver y su editor Gordon Lish.

Parte de estos razonamientos y cuestionamientos que he mencionado se los hace el personaje de Max Perkins en “El editor de libros” (Genius, título original), la película dirigida por Michael Grandage basada en la biografía de la leyenda de la edición estadounidense Maxwell Perkins, Max Perkins: Editor of Genius, escrita por A. Scott Berg.

De esta biografía el filme pone la lupa sobre la relación personal y profesional que mantuvo Perkins con el escritor Thomas Wolfe. Una relación intensa y fructífera, íntima, pero a la vez emocional, tensa, de amor y odio... Sobre todo a causa de la inmadurez y la egolatría de Wolfe.

Y es que no podrían haber dos personajes más disímiles entre sí: mientras Perkins era un hombre de familia, afable, sosegado, estoico, amante de los placeres sencillos, Wolfe era un huracán que gustaba de visitar tugurios, mujeriego y dado a la bebida, un hombre pasional y frenético que buscaba vivir cada minuto de su vida al máximo a costa de lo que fuera y, por supuesto, con una prosa tan desbocada y lírica como su propio ego.

En muchos casos aquellos editores tenían también que interpretar el papel de psicólogos con algunos de sus escritores, escucharlos y orientarlos no solo con lo que escribían sino incluso en las decisiones importantes que tomarían en sus vidas.

En el filme Grandage nos muestra un par de escenas de Perkins manteniendo conversaciones de este tipo con dos monstruos de la literatura como lo son Scott Fitzgerald y Hemingway.

“El editor de libros” es una película compleja dentro de su sencillez que nos permite comprender el trabajo, la vida y obra de aquellos extraordinarios hacedores de libros que ya hoy en día prácticamente no existen o son una rara avis.

Quizá sea una historia que pueda agradar al público en general pero que sin duda disfrutarán los amantes de los libros.

sábado, 3 de diciembre de 2016

Los beneficiosos efectos de la risa


«La risa es propia del hombre», escribió Henri Bergson. Aunque a menudo nos olvidemos de reír condicionados por una realidad que nos atenaza y agobia.

Según los expertos, reír es beneficioso para nuestra salud. Cuando reímos, el cerebro hace que nuestro organismo segregue endorfinas, una suerte de drogas naturales que se liberan a través de la médula espinal y el torrente sanguíneo y que resultan varias veces más potentes que la morfina.

Los niños, más naturales y auténticos, libres de ataduras y prejuicios, están mucho más dispuestos a reírse que los adultos. Un pequeño se ríe un promedio de trescientas veces al día mientras que un adulto apenas lo hace entre quince y cien.

Y exactamente como un niño me dispuse a disfrutar, el pasado sábado 26 de noviembre en la sala Lola Membrives del Teatro Lara, de “Tres”, una comedia de Juan Carlos Rubio.

Confieso que el arranque del espectáculo me ha parecido algo flojo, sin embargo, más temprano que tarde ha ido cobrando cuerpo y ritmo y, poco después, junto al resto de los espectadores —el aforo, por cierto, estaba completo—, reía como hace tiempo no lo hacía en el teatro. ¿Cuántas veces no se habrá dicho que la risa del espectador es tan grande como llena está la sala?

“Tres” es una divertidísima comedia de enredos sin mayores pretensiones. O sí. Creo que su mayor y más válida pretensión es hacer reír al público a carcajadas, algo que por supuesto consigue con creces.

Tres cuarentonas (Rocío, Ángela y Carlota) deciden reencontrarse para rememorar vivencias del instituto y tener noticias de sus respectivas vidas actuales. Se supone que debe ser un encuentro festivo pero, digamos, ninguna de las tres se halla en la mejor etapa de sus vidas: Rocío es una estrella en decadencia, Ángela está en terapia para superar la muerte de su marido y a Carlota su pareja le ha puesto los cuernos con una mujer mucho más joven y ahora se encuentra divorciada. La soledad es el factor común que las une después de tantos años. Es así cómo, a cierta altura de su reencuentro, con Ángela ebria y Rocío y Carlota algos saturadas, esta última le sugiere a sus amigas que si desean darle un vuelco a sus vidas se queden embarazadas. Lo que en principio ha sido una propuesta burlona de Carlota, se convierte en una obsesiva y descabellada meta para Ángela y Rocío en la que acaban involucrando también a Carlota, la más reticente con tan disparatada idea. Las tres acuerdan entonces embarazarse del hombre perfecto, bajo las siguientes condiciones: no habrá sexo ni relación con este hombre más allá de solicitarle su esperma.

Me ha gustado Eva Higueras en su rol de Ángela. Las interpretaciones del resto del elenco, Natalie Pinot —algo falta de naturalidad en los primeros minutos aunque luego mejora sustancialmente—, Carmen Mayordomo y Rubén Sanz me han parecido correctas al igual que la dirección de Quino Falero.

Hay momentos en los que la obra pareciera a punto de dar un giro hacia asuntos menos divertidos, reflexiones éticas o moralizantes que pretenden recordarnos lo serio que es vivir, pero pronto nos damos cuenta de que esto también forma parte del juego cómico de “Tres”.

Al finalizar la función salí del teatro con una sensación de bienestar que he atribuido a las endorfinas. Sensación de bienestar que mi mujer y yo acordamos prolongar en un café o bar de los alrededores. No cabe duda de que la risa es beneficiosa para la mente y el cuerpo.

lunes, 28 de noviembre de 2016

Frente a lo desconocido


Las personas solemos sentir miedo ante la incertidumbre y lo desconocido. Es una reacción natural, muy común y generalizada. A mayor incertidumbre y desconocimiento, mayor aún será nuestro miedo y desde luego nuestro rechazo hacia un objeto, una entidad o una situación en particular que origine en nosotros dichas sensaciones.

Sin embargo, aunque suene paradójico, son también la incertidumbre y lo desconocido, o más bien los retos que ambas nos plantean, lo que a su vez nos ha hecho avanzar, evolucionar como individuos y sociedad.

A este temor básico, primario, echan mano los creadores de “La llegada” para presentarnos una historia magníficamente estructurada y cargada de emoción, misterio y suspense.

Además de hermosa, creo que esto es preciso recalcarlo.

Cierta mañana, doce enormes naves alienígenas atraviesan la atmósfera terrestre y se apostan en doce diferentes lugares del globo —Australia, China, EE UU, Rusia, Venezuela, entre ellos—. Algunos de los gobiernos de estos países enseguida conforman equipos de científicos con el fin de comunicarse con los visitantes y conocer así sus intenciones. Al principio sin mucho éxito. Ni siquiera pese a que científicos de varios países se ponen en contacto y comienzan a colaborar entre sí y a intercambiarse información de sus respectivos avances.

Mientras tanto, el caos y el vandalismo se apoderan de las calles de numerosas ciudades. Se producen saqueos y suicidios múltiples. Empiezan a aparecer voces críticas con la forma en que los gobiernos gestionan la crisis y hay quienes creen que el mejor procedimiento para proteger nuestra especie y sistema de vida es destruir las doce naves.  

A esta altura cobra fuerza el personaje de Louise Banks, interpretado por la actriz Amy Adams, una especialista en lingüística. Es ella la que consigue rápidos y significativos avances en la tarea de comunicarse con los alienígenas.

Sin embargo, establecer este contacto con una inteligencia superior, más adelantada, con una extraña forma de lenguaje, tendrá impactantes efectos sobre Louise Banks.

“La llegada”, dirigida por Denis Villeneuve, es una película de ciencia ficción que, como toda buena obra de ciencia ficción, nos habla sobre la naturaleza humana, sobre nuestra modo de relacionarnos con los demás, y con lo desconocido, y por supuesto del poder del lenguaje para transformar nuestra manera de pensar y de entender el mundo, la vida.

La película exige al espectador estar atento a los detalles puesto que es justamente en los detalles en los que va apuntalándose los avances de la trama.

Sin duda, de las mejores historias que he disfrutado este año en la gran pantalla.

viernes, 25 de marzo de 2016

Las rémoras del poder


¿Puede acaso alguien escapar de su pasado? Al parecer, según la más reciente pieza de David Mamet estrenada en España, no. Sobre todo si se es viejo, millonario, en una relación idílica con una joven y hermosa mujer y se ha apostado por el candidato equivocado en las próximas elecciones a gobernador del estado donde has levantado tu fortuna.

Se trata de “Muñeca de porcelana” (“China Doll”, su título original), dirigida por Juan Carlos Rubio e interpretada por José Sacristán y Javier Godino.

Mickey Ross es un viejo zorro de la política ya en retirada. Millonario, arrogante y con un oscuro pasado. A poco de comenzar el espectáculo nos queda claro que lo que ha conseguido es gracias a medrar en el poder, de haber tejido un enrevesado entramado de engaño y corrupción. Pero está decidido a dejar todo aquello atrás y disfrutar de su riqueza, alejado de las turbulencias del poder, los días que le restan por vivir. Borrón y cuenta nueva como suele decirse. De ahora en adelante sus días enteros serán en exclusiva para la señorita Pearson, la joven y hermosa británica de la que está perdidamente enamorado y a quien le acaba de comprar un avión como regalo de bodas. Ha planeado reunirse con ella en Toronto y de allí recorrer el mundo en su nuevo jet privado. No obstante, de un pasado como el que él ha vivido no es fácil librarse. Su mundo empieza a desquebrajarse al recibir una llamada telefónica relacionada con el jet que acaba de comprar y de forma acelerada los acontecimientos irán complicándose más y más hasta acorralarlo en un callejón sin salida.

El proceso de asistir al desmoronamiento de su mundo, de descenso a los infiernos que experimenta en carne propia a lo largo de la pieza Mickey Ross, el personaje principal de “Muñeca de porcelana”, es uno de los más violentos, vibrantes y apasionantes que recuerde. En menos de 24 horas Ross pasa de la gloria al fango. Y como en las buenas historias, durante ese trayecto, estará obligado a tomar una decisión tras otra. A mí particularmente me encanta este tipo de historias en la que sus personajes son llevados al límite, bajados de un tirón del cielo al infierno, y Mamet es un maestro escribiéndolas. En mi galería imaginaria de personajes imaginarios, ya Mickey Ross forma parte de esos otros desgraciados de la literatura universal que, por una decisión aparentemente baladí, más adelante son empujados a tomar importantes decisiones mientras ven hundirse el mundo que han construido a su alrededor… Como Macbeth, como Willy Loman, como David Lurie o como Edmond –salido también de la imaginación y la pluma de Mamet–, por enumerar sólo a esos pocos que se me han venido enseguida a la cabeza.

A continuación, un par de las perlas que suelta Ross durante los 75 minutos del espectáculo: “El mundo está lleno de gilipollas y muchos de ellos con derecho a voto”; “La política consiste en nadar en la mierda para buscar el dinero de otros”. Sentencias que encierran una evidente declaración de principios. Política, economía, medios de comunicación subidos en un fórmula 1 que atraviesa a todo gas el circuito de la ciudad de Mónaco. En fin, Mamet en estado puro.

La interpretación de Sacristán como el inescrupuloso y antipático Ross es soberbia, mayúscula. Con cada palabra, cada gesto –por ejemplo, ese aséptico gesto de coger de tanto en tanto una toallita de papel con la excusa de limpiar algo: sus manos, los zapatos, el borde del escritorio– borda el personaje y nos lo hace cien por ciento creíble. Rodolfo Santana solía decir que los personajes eran principalmente su pasado, que a mayor pasado más complejos e interesantes resultarían a los ojos del espectador y Ross posee mucho de esto y, desde luego, con las tablas que lleva a la espalda, Sacristán sabe cómo sacarle provecho.

Javier Godino cumple de manera correcta con su rol. Su personaje es de soporte, Mamet lo ha puesto allí no como el típico antagonista de una pieza para dos, sino como el ayudante o asistente a la presidencia de las empresas de Ross que es. Ni más ni menos. En contraposición a Ross, Carson es un personaje sin pasado. Los antagonistas de Ross están fuera de escena, en algún lugar más allá de las paredes de ese despacho decorado con sobriedad y elegancia, al otro lado de las líneas telefónicas que no paran de sonar y utilizar ambos personajes. “Muñeca de porcelana” bien pudiera haber sido un monólogo si es que a Mamet le interesara escribirlos. En ocasiones su estructura dramática me ha recordado a esa otra excelente y provocadora pieza que es “El ángel de la culpa”, de Marco Antonio de la Parra.

En cuanto a la dirección de Rubio, ha hecho lo que creo debe hacer un director de teatro cuando dispone de un buen texto y buenos actores: permitir que ellos sean los protagonistas. Fijar y cuidar del ritmo que sugiere el texto y dejar entonces que la orquesta suene.

Detalle, por supuesto, que agradecemos enormemente los espectadores.

*La imagen que acompaña al post es cortesía de Sergio Parra

miércoles, 16 de marzo de 2016

Un mundo de horror


El 6 de mayo de 2013 una noticia sacudía a la sociedad estadounidense: tres jóvenes mujeres habían sido rescatadas tras un cautiverio de entre 9 y 11 años, gracias a que una de ellas escapó y avisó a la policía.

Durante ese cautiverio fueron sistemáticamente violadas por su captor; durante ese lapso tuvieron múltiples embarazos y abortos espontáneos. Sin embargo, una de ellas había conseguido dar a luz y mantener viva a la criatura: una niña de seis años de edad.

Pese a sus precarias condiciones, la madre de la niña trató que la pequeña tuviera la mejor vida posible y creó un mundo imaginario en su habitación. "Hacíamos que caminábamos a la escuela, traté de hacerlo lo más real posible para ella; finalmente llegábamos a la escuela, la dejaba y le decía 'Ok. Te quiero, que tengas un buen día' y entonces me convertía en profesora", confesó tiempo después a la BBC.

Es inevitable releer las noticias del Secuestro de Cleveland sin trazar inmediatamente un paralelismo con la película de Lenny Abrahamson, “La habitación”. O al revés, mientras estamos sentados en la oscuridad de la sala de cine viendo “La habitación”, es imposible no remitirnos a cada instante al Secuestro de Cleveland.

En su film, Abrahamson cuenta la historia de Jack (interpretado por Jacob Tremblay) y su madre (caracterizada por Brie Larson), víctimas de un secuestro. Sus vidas transcurren en una habitación sin ventanas, de apenas cuatro metros cuadrado, en cuyo techo se abre una claraboya que les permite al menos ver un trozo de cielo. Cada tanto, Jack y su madre son visitados por el “Viejo Nick”, el responsable de que ambos permanezcan allí encerrados. Ella entró en aquella habitación siendo una adolescente y ahora es una mujer cercana a los treinta, con un hijo al que desea proteger por encima de todo de los horrores del mundo.  

La película inicia con la celebración del quinto cumpleaños de Jack. Su madre sabe que ha llegado el momento de revelarle la verdad al pequeño, el momento de quebrar, romper con el mundo imaginario que ha creado a su alrededor para que sus vidas transcurriesen lo más normal posible, el momento de intentar hacer algo con el fin de escapar de aquel cautiverio y ofrecerle al niño una vida verdadera. Pero fuera a ambos les espera un mundo de horror quizá igual o peor al sufrido por años en aquella habitación; ambos tendrán que enfrentarse a situaciones duras y difíciles como no lo habían hecho antes.

Uno de los aciertos de “La habitación” es que está narrada desde el punto de vista de Jack, esto, por decirlo de algún modo, suaviza, le proporciona cierto aire de frescura y ternura a la crudeza y dureza del relato que vemos avanzar en la pantalla. Otro de los aciertos son sin duda las actuaciones de Brie Larson y Jacob Tremblay. Me ha sorprendido la interpretación de ambos actores, sobre todo la madurez y naturalidad con las que Tremblay caracteriza al pequeño Jack.

También me gustaría destacar el uso que hace Abrahamson de la cámara en la primera parte de la película, esa que va desde su comienzo hasta que ambos personajes son liberados de su cautiverio. Esos planos cerrados, de cámara en mano, contribuyen en gran medida con el dramatismo y suspenso de la trama; le insuflan verosimilitud.

Vivimos en un mundo de horror. A cada instante nos tropezamos con noticias que nos impactan, desconciertan y conmueven. Que creadores como Abrahamson se atrevan a llevar a la gran pantalla esas mismas noticias, pero pasadas por el tamiz de la ficción, con toques personales que nos permitan sobrellevar la crudeza y dureza de las historias que relatan, se agradece enormemente.

La ficción una vez más le pone orden y belleza al caos del mundo.

viernes, 26 de febrero de 2016

Una noche de rock and roll


Sábado 20 de febrero de 2016. Tarde agradable en Madrid; de poco frío. A las afueras del número 4 de la calle Julián Romea hay alguna gente arremolinada. Tras una corta espera las puertas de acceso a la sala Cats son abiertas. El reloj marca las 20.15. Quince minutos después de la hora prevista.

Dentro un grupo de personas se mueve de un lado a otro. Han ido accediendo a la sala a cuentas gotas, poco antes que nosotros, el público general. Supongo que se tratan de amigos y conocidos de los miembros de las bandas que tocan hoy.

La sala es alargada y amplia. Calculo que tendrá capacidad para unas mil personas. O una cifra aproximada. A ambos lados de la pista hay dos barras; más extensa y mejor surtida la de la izquierda que la de la derecha. De hecho, la primera, la de la izquierda, es la que despacha bebidas a los interesados. La cabina de luces y sonido se encuentra a unos pocos metros de cruzar la entrada y, justo al frente, hacia el fondo del local, destaca el escenario.

Continúa llegando gente de diversas edades y fisonomías mientras por los altavoces se cuela el “Welcome to the Jungle” de Guns N’ Roses. En algún momento mi acompañante hace una broma refiriéndose a la escena del bar de aquella peli de Robert Rodríguez en la que se mezclan criminales y vampiros.

Río celebrándole la ocurrencia.

A las nueve menos veinte, aproximadamente, suben al escenario los Blackbox. Me cuesta bastante apreciar su música punk-rock porque el sonido no ayuda. Ni siquiera cuando habla su frontman puedo entender bien qué es lo que dice. Pese al esfuerzo de sus miembros, la banda no consigue enganchar a parte del público que parece haber ido a Cats sólo a ver al cabeza de cartel y no a teloneros.

Apenas Blackbox  baja y suben los chicos de ’77 (Seventy  Seven), la gente comienza a acercarse, a ocupar y a abarrotar los alrededores del escenario.

Mi acompañante y yo los imitamos.

Desde luego existen también los cautos, esos que no se acercan demasiado, que en un principio prefieren mantenerse a cierta distancia del escenario, pero que a medida que avance la actuación de ’77, se irán uniendo poco a poco al resto.

La banda arranca su directo con “We’re ’77” (“We’re ’77 and we’re ready for rock and roll”) un fragmento de “Promised Land”, tema incluido en su segundo trabajo de estudio, High Decibels. Tan pronto escuchamos los primeros acordes, todos los que estamos allí sabemos que esta vez se trata de otra cosa. El público se engancha de inmediato y el ambiente se anima. El sonido es nítido, cada instrumento se distingue en su justa medida y la voz aguda y ligeramente nasal de Armand Valeta, frontman y segunda guitarra de ’77, nos arropa con su particular registro. A leguas se nota que estos chicos llevan a sus espaldas kilómetros de carretera y se han subido a muchísimos escenarios. Vamos, que dominan a su antojo la escena.

Puro virtuosismo, espectáculo y rock and roll.

A “We’re ’77” sigue “High Decibels”, tema homónimo de su segundo álbum que caldea aún más la temperatura de Cats.  El tema exuda energía y la contagia; pronto el público acompaña a la banda con los coros. LG, guitarra líder de la agrupación, se marca un primer y magnífico solo. No será el único. A lo largo de la presentación hará otros cuantos para deleitarnos con el talento enorme que tiene para la guitarra.

Toca el turno a dos temas de Nothing’s Gonna Stop Us, el más reciente trabajo de estudio de '77, lanzado el pasado mes de noviembre y que se encuentra promocionando con giras por Europa y España y que los ha traído a Madrid: “It's Alright” y “Nothing’s Gonna Stop Us”.

Lo de estos chicos es el hard rock setentero (el atuendo vintage de Armand es una evidente declaración de intenciones), ese rock rítmico y melodioso con profundas raíces en el blues, el folk y el jazz cuyos mejores representantes son bandas como Led Zepellin, Deep Purple y AC/CD, por hablar de las más conocidas y populares.

Uno de los momentos estelares de la noche llega con “Things You Can't Talk About”, también incluido en High Decibels. LG acomete otro de sus magníficos solos y, en determinado instante de su actuación, decide bajar del escenario y mezclarse entre el público mientras no para de hacer gemir a su guitarra. El público enloquece y al concluir “Things You Can't Talk About”, aplaude a rabiar y corea: “¡Seventy Seven!”, “¡Seventy Seven!”, “¡Seventy Seven!”… Y más adelante volverá a corearlo en dos o tres ocasiones. Al respecto de este entusiasmo mostrado por el público, LG dice: “Teníamos una espinita clavada”, y se toca el pecho, “con nuestras anteriores presentaciones en Madrid, porque la gente había respondido más bien ‘regulín’… Pero hoy, esta noche, sois los mejores…”. 

Y, por supuesto, nueva ovación.

Hay otros tres momentos en los que el público se viene arriba, vibra y ovaciona a la agrupación: cuando Andy Cobo hace su estupendo solo de batería al final de “Tightrope”; cuando la banda interpreta “The Hammer”, de Motörhead, en tributo a Lemmy Kilmister; y cuando Armand nos pide que coreemos el nombre de Bo Diddley, contemporáneo de Chuck Berry y Little Richard.

Para el cierre, ’77 ha reservado “Big Smoker Pig”, otro de los temas de 21st Century Rock, su primer álbum, que algunos fans conocen bien y cantan junto a la banda. Hasta yo, de pronto, me sorprendo entonando el pegajoso estribillo.

Acabado el concierto, vueltas las aguas a su cauce, decido, antes de abandonar la sala, pasarme por el lavabo. De camino a los servicios, que están a un lado del escenario, veo que un espectador vestido de negro, con una protuberante tripa y un vaso de cerveza en la mano, le dice a Andy Cobo, a quien tiene enfrente: “Eres el puto amo, chaval. Tocas la batería como los dioses”. Y me pareció ver que en la expresión de Andy había más susto que complacencia.

En la calle, junto a mi acompañante, confirmo que con la entrada de la noche ha refrescado bastante. Me siento bien, con esa sensación cercana a la felicidad que sólo la buena música puede brindarle al alma, y en mi cabeza no para de retumbar el coro de unas de las canciones que ’77 ha interpretado en su enérgico y poderoso directo: “We Want More Rock And Roll”.

*La imagen que acompaña al post es cortesía de Raúl García

martes, 9 de febrero de 2016

El individuo frente a las masas


Las masas siempre me han generado reservas. Soy de los que piensa que se dejan arrastrar con demasiada facilidad por la emoción y el calor del momento. Una vez que han fijado su mirada sobre un objetivo particular, en una situación determinada, es imposible hacerlas desviar su vista de él. Imposibles hacerlas entrar en razón y hacerlas entender que algo está mal o bien, que algo les conviene o no. Quizá por este mismo motivo, políticos y agencias de publicidad avezadas, suelen sacar provecho de ellas.

Sin embargo, reconozco que a lo largo de la historia, en no pocas ocasiones, las masas han funcionado como catalizadoras del cambio, para provocarlo y ponerlo en marcha. Aun cuando, al final, ese cambio acabe siendo implementado por individuos.

De manera que podría decirse que las masas estarían capacitadas, facultadas para derribar muros, conceptos y regímenes, pero nunca para reemplazarlos por otra cosa, por algo nuevo. Algo verdaderamente nuevo y progresista, quiero decir. Esta tarea recae sobre los individuos. Individuos con nombre y apellido, y por supuesto, valores y principios firmes, que se oponen y enfrentan a las masas con el fin de conseguir un bien común. Aunque ellas ni lo acepten ni lo entiendan así en el calor del momento. Con el cabreo general es imposible negociar.

Y es sabido que destruir ha sido siempre más fácil que construir. Se tardan años, décadas, siglos para levantar una ciudad, pero sólo horas para reducirla a escombros y desolación.

En su más reciente película, “El puente de los espías”, protagonizada por Tom Hanks, Steven Spielberg vuelve sobre este fascinante tema que enfrenta a un individuo contra las masas. Nueva York, finales de los años cincuenta, el miedo por un ataque nuclear se extiende y generaliza entre la población. Las dos potencias que se han repartido el mundo (Estados Unidos y la URSS) mantienen una guerra fría que amenaza con calentarse en cualquier instante. Tras un operativo de inteligencia, el FBI ha arrestado a Rudolf Abel (Mark Rylance), un ciudadano soviético a quien acusa de espía. De inmediato la opinión pública se vuelca y aglutina alrededor de una misma causa: solicita para él la pena capital. En una jugada con el fin de lavarle la cara al sistema, y demostrar que en la tierra de las oportunidades la justicia funciona incluso para los enemigos, el gobierno contrata los servicios de un prestigioso bufete de abogados para que se encargue de la defensa de Abel. Los socios del bufete eligen entonces a uno de sus mejores hombres para que lleve el caso: James B. Donovan (Tom Hanks). En un principio Donovan se niega a coger el caso puesto que está consciente de que se trata de una causa perdida y además sabe que al final del proceso será el hombre más odiado del país. No obstante, luego de las insistencias de su jefe y del representante del gobierno, acepta. El problema es que Donovan no sabe hacer su trabajo a medias y está dispuesto a llegar más allá de lo que su jefe y el representante del gobierno esperaban. Cuando esto sucede, Donovan se queda solo, aislado, e incluso pone en riesgo su vida y la de su familia. En la calle la gente lo reconoce, señala y repudia; sus vecinos le piden a gritos que se vaya del vecindario. Pero, como dice el adagio popular, “la noche es más oscura justo antes de amanecer”, la historia da un giro y Donovan tiene la oportunidad de demostrarle a sus conciudadanos que desde un principio la razón ha estado de su lado.

Tom Hanks está soberbio en su interpretación del abogado que se enfrenta a todo un país por defender no sólo a Rudolf Abel, el espía enemigo, sino a la propia democracia estadounidense. Y Mark Rylance contribuye con su parte metiéndose en la piel del parsimonioso e impertérrito prisionero soviético.

No me ha sorprendido descubrir, en los créditos finales, que los hermanos Coen, junto con Matt Charman, eran los responsables del guión. Un guión redondo, cuidadoso en los detalles, cargado de suspense, que mantiene al espectador pegado a su asiento de comienzo a fin.

Pese a estar basada en hechos reales, “El puente de los espías” no es más que una reinterpretación de la magnífica “Un enemigo del pueblo”, pieza de Ibsen por la que Spielberg quizá sienta especial debilidad, puesto que en otras de sus cintas ha abordado el mismo tema: el individuo que se enfrenta a las masas para salvarlas o en busca de construir una sociedad mejor.

domingo, 31 de enero de 2016

El lugar más deprimente del mundo


Conocí a Mariela Ramírez hace casi 31 años. Los dos comenzábamos a estudiar la carrera de Ingeniería en Informática en la UCLA de Barquisimeto, ciudad en la que ambos nacimos. Ninguno de los dos había cumplido aún los dieciocho.

Recuerdo que andaba con Juan Carlos Cornieles –ese otro amigo entrañable al que me une una amistad de más de 35 años– recorriendo los pasillos oscuros del “básico” o “gallinero”, un edificio, por darle algún nombre, en el que estábamos obligados a cursar un par de materias. Juan Carlos y yo odiábamos aquel sitio por antipático y deprimente. Nos ponía de malhumor tan sólo ver su fachada a lo lejos, cuando nos acercábamos en transporte público. Pero quién nos iba a decir que allí él conocería a la mujer de su vida y yo a una de esas grandes amigas con la que la existencia me ha premiado sin merecerlo del todo.

Mentiría ahora si dijera que los tres congeniamos enseguida. Nada que ver. En aquella época Mariela era desconfiada y esquiva como un animal silvestre. Sin embargo, Juan Carlos, desde un principio, vio en ella algo que yo no podía ver. Por ejemplo, yo prefería a la chica simpática y risueña que la acompañaba.

Pasaron las semanas y los meses y la chica simpática y risueña resultó ser mucho más lejana y compleja que la otra chica silenciosa y esquiva que había elegido mi amigo. En esos días, no sólo constaté con asombro que Mariela nos acogía en su grupo de estudio, sino que incluso nos abría de par en par las puertas de su casa. Tiempo después ella misma me confesaría que su familia, al principio, pensó que éramos novios, puesto que solía visitarla a menudo y pasábamos horas y horas conversando sentados en el sofá del salón de su casa.

Conversábamos de todo un poco, y yo disfrutaba como nadie de aquellas conversaciones, pero sobre todo conversábamos de Juan Carlos. Mi amigo se había enamorado de ella como suelen enamorarse los adolescentes, y ella insistía que no sentía nada por él, que entre ellos no podría existir más que una amistad.

Pues eso, que entonces yo desempeñaba el rol de celestino.

Y algo debí haber hecho bien, sin quitarle méritos al esfuerzo de mi amigo por conquistarla, naturalmente, porque desde aquellos días hasta hoy domingo 31 de enero de 2016, estuvieron juntos. Sólo la muerte ha conseguido separarlos.

No hay palabras con las que pueda expresar la alegría que significó para mí que ambos me eligieran como padrino de su boda. Ni tampoco el haber sido testigo del hogar que juntos construyeron a lo largo de estos años, incluida la crianza de una hermosa e inteligente hija de 20 años llamada Raquel. Recuerdo también que de tanto en tanto, los dos, muy cariñosamente y cada uno a su manera, me exhortaban a que sentara cabeza y me decidiera por fin a formar un hogar.

Años después les daría esa satisfacción cuando me casé con Irma.

La última vez que me encontré con Mariela fue en noviembre pasado. Llevábamos casi tres años sin vernos porque no visitaba Venezuela desde principios de 2013. Me costó reconocer en aquel cuerpo disminuido y maltratado por la enfermedad a mi amiga de siempre. Pero bastó con sentir su contacto, su largo y fraternal abrazo, para saber que dentro de aquel maltrecho cuerpo seguía estando la espectacular, maravillosa y valiente mujer que conocí hace casi 31 años en los pasillos del “gallinero”, el lugar más deprimente del mundo.

Aquella última tarde en que la vi, volvimos a hablar largo y tendido, como creo que no lo hacíamos desde que nos sentábamos en el sofá de casa de sus padres. Todo ese tiempo estuvimos cogidos de las manos, de esa forma me contagió su optimismo, hicimos planes para el futuro, nos visitaría en Madrid, porque estaba segura de que le ganaría la batalla a la enfermedad… Aunque no ha podido ser así y hoy siento un dolor, una desolación y una rabia que me han mantenido anulado durante la mayor parte del día.

Sé que la rabia y el dolor que ahora siento pasarán, porque la vida continúa. La vida siempre encuentra su camino. No puede ser de otra manera. No obstante, creo que permanecerá el vacío, porque el mundo desde hoy será un poquito más deprimente que antes.